lunes, 28 de mayo de 2012

Del Sur al Norte “de banderita”

rotador280512

Vivir en El Caujaro, al extremo sur del sureño San Francisco, y trabajar al norte de Maracaibo puede ser una aventura de alto riesgo para quien no posee vehículo propio. Depender de los buses, busetas y carros por puesto es toda una travesía diaria.







Comienza el día. Al salir me percato de que el cielo está nublado. Recién bañado y perfumado avanzo hacia la esquina en busca del bus o la buseta, cualquiera sirve, el que pase primero es mi opción. No hay sol, pero ya empiezo a sudar, es insólito pero el calor se incrementa al 300 por ciento debido a la humedad.
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Llego a la parada. Extiendo la mirada de lado a lado de la calle. Una larguísima cola de carros, camiones y autobuses apretujados se disputan la vía. Intentan salir de El Soler hacia la carretera a Perijá. Unas 20 personas, entre estudiantes y trabajadores, nos entrelazamos con desplazamientos cortos y extendiendo la mirada en busca del “bendito bus” que no llega. Tiene media hora de retraso.
Por fin se ve a lo lejos. Es una buseta de El Soler. Viene repleta, con pasajeros “de banderita”, colgando de las dos puertas.
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Me acerco al borde de la acera y en la medida que el automotor se acerca las esperanzas de abordarlo se disipan ante la aglomeración de pasajeros que trae. De pronto, para mi sorpresa la unidad se detiene justo frente a mi.  “Gracias a Dios”, me digo, alguien pidió la parada y se bajaron un par de adolescentes con su uniforme azul. Es mi oportunidad. Como pude me enganché de un tubo de la parte interior del bus y me convertí en una bandera más.
Literalmente fuera del bus, sólo mis manos me sostenían y el tumulto de gente me empujaba hacia afuera a cada movimiento de la buseta.
Al salir a la vía a Perijá con rumbo al kilómetro 4 levanté la mirada y las alas se me cayeron. Superado el primer obstáculo, conseguir el transporte, una cola interminable de gandolas, camiones y carros forman la escena ante mis ojos. Los buses que vienen de Los Cortijos completan la caravana. Cuelgo de la buseta, pero no avanzo.
El sudor brota por mi piel, el gentío que aprieta, con tanta gente alrededor también tengo que lidiar para que los albañiles y mecánicos a bordo, con su atuendo matizado de cemento y grasa no me manchen mi franela, casualmente  blanca.
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En el semáforo de El Zumaque se unió al caos un detalle: dos “chamitos” como de 17 años de edad se montaron como pudieron por la puerta trasera. Tienen pinta de amigos de lo ajeno.
Ahora sí se arregló el asunto, de paso que me sostengo como puedo para no caerme, ahora tengo que arreglármelas para esconderme el teléfono en caso de que fueran a “tirarse” un atracón en medio camino.
Como pude me solté una mano y me pasé el celular de mi bolsillo a la vianda, para ponerlo a salvo. Gracias a Dios no atracaron, pero no se fueron en blanco, se tiraron frente a Makro y no pagaron su pasaje, sólo escuché el grito del colector: ¡Coños e madreeeee!.
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Pasados 50 minutos desde que me embarqué en El Caujaro, no sé cuánto tiempo tenía rodando el bus desde que arrancó en El Soler, me doy cuenta que estamos llegando al Kilómetro 4. Otra cola inmensa, caos, todos los carros, buses y camiones tratando de pasar primero. Se unen los que vienen de las vías hacia La Cañada y Perijá.
En la parada del 4 se bajan dos estudiantes, una señora gorda con una niña de unos cinco años y un bebé en sus brazos, pero se embarcaron 7 estudiantes, cuatro chamas y tres muchachos, menos mal que eran flaquitos y ya logré entrar al bus, no había banderitas.
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Todo parece mejorar, la vía del 4 hasta el Hospital General del Sur esta “ligeramente” despejada, pero al salir a la Circunvalación 1 el escenario se vuelve a complicar. La colita, que más o menos comienza en el puente Pomona, esta vez rebasa el distribuidor del “Sanatorio”, y de paso el sol ya había tomado fuerzas.
El bus se une a la caravana y marcha a unos 10 kilómetros por hora aproximadamente, el perfume que me había echado antes de salir de mi casa había sido sustituido por el olor a gasolina y monóxido que impregna a todos en el interior de la buseta.
Mi humor comienza a cambiar cuando el mal olor de algunos pasajeros comienza a expandirse, pero no hay nada que hacer, no hay para donde escapar. Siento que todos esos olores se impregnaban  a mi ropa, pero ni modo, lentamente recorremos la autopista.
Más de hora y media desde que tomé la buseta, mi paciencia está al límite y en la parada de la universidad José Gregorio Hernández termina la cola y más de la mitad de los pasajeros se baja.
Por fin me pude sentar, no hay colas en la avenida 15, adyacente al centro comercial Ciudad Chinita y allí el bus debe chequear tarjeta y devolverse por la avenida Libertador.
Pero como aquella gota que rebosa la copa, el fiscal le informa al chofer que está “ponchao” porque tardó mucho en llegar a la parada.
Ni corto ni perezoso el sudado chofer manda a bajar a todos los pasajeros. Ahora tengo que caminar unas 10 cuadras para tomar el otro autobús que me llevará a mi lugar de trabajo, aunque ese no da muchas vueltas antes de llegar a mi destino, es Ruta 6.
Finalmente llego, debo entrar a mi trabajo a las 8:00 am. pero esta vez entré a las 9:00. Aunque no puedo negar que sentí alivio, lo único que me salió decir fue “Dios, este fue el peor viaje de mi vida”.

















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